Taizé (I)
Entras en el recinto, te descalzas y te sientas sobre la moqueta. No hay apenas luz, tu mirada descansa sobre unas telas que se levantan, como llamas de fuego que se elevan hasta el cielo. Es una luz cálida, brillante y titilante del resplandor leve de las velas de celofán.
Tomas consciencia que no estás solo, centenares de voces, como de ángeles, te mecen con un cántico repetitivo a cuatro voces que juegan para armonizarse ayudándose y complementándose.
Cierras los ojos y poco a poco las voces dejan de escucharse y ya sólo se oyen aunque siguen acompañándote. La calidez de la luz y de las voces cobra presencia en forma de paz: la que siente el niño cuando su padre le lleva de la mano; la de notar como tu respiración es tan suave que casi es imperceptible; la de admirar la imagen bella y sencilla de éste conjunto que has descubrierto sobre éstas líneas.
Tomas consciencia que no estás solo, centenares de voces, como de ángeles, te mecen con un cántico repetitivo a cuatro voces que juegan para armonizarse ayudándose y complementándose.
Cierras los ojos y poco a poco las voces dejan de escucharse y ya sólo se oyen aunque siguen acompañándote. La calidez de la luz y de las voces cobra presencia en forma de paz: la que siente el niño cuando su padre le lleva de la mano; la de notar como tu respiración es tan suave que casi es imperceptible; la de admirar la imagen bella y sencilla de éste conjunto que has descubrierto sobre éstas líneas.
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