Aetalag (V y último)
Nos dirigimos a un local, atravesando el barrio antiguo, entre callejuelas, donde servían infusiones. Nos sentamos. La tenía más cerca que nunca pero, sin embargo, la sensación era extraña. Ahora la podía ver bien, pocos centímetros nos separaban, sin embargo, ah! Ya se! Era esa mirada… Removía lentamente el te, con una cuchara, pero lo hacía distraídamente mientras miraba a la calle. Quizá lo hacía a menudo, se perdía sobrevolando su realidad para encontrarse en algún lugar del Norte con su amado.
Cuando regresó, empezamos a charlar sin muchas ganas. Los silencios abundaban, la distancia era mucha. Para romper el hielo no sobrepasamos los tres o cuatro temas habituales entre desconocidos. Cuando se conoce a alguien epistolarmente, desde los sentimientos, las profundidades del alma hay un conocimiento ineludible para hacer completa la relación, para seguir avanzando. Sólo cuando se produce el encuentro personal se puede seguir conociendo a la persona sin perderse en una navegación a la deriva. Ya no podía seguir más tiempo ascendiendo por el río sin llegar a SU puente de piedra, sin reunirme con ella. Tarde o temprano teníamos que encontrarnos de verdad. Así fue.
Me sugirió ir a visitar un poco la ciudad. Ese día no escriviría nada, dijo. Me tenía a mi hoy, no se tenía todos los días algo que hacer fuera de pensar en una cuarta dimensión paralela a su realidad. De hecho vivía encerrada en su pasado. Le era una carga afrontar el presente.
La tarde pasó volando. Templos, esculturas, arte romano… Hasta que me llevó a unas danzas cerca del puente, en la plaza, antiguo foro romano. Eran las siete de la tarde cuando sonaron las campanas.
De inmediato le agarré la mano, estaba temblando, la sostuve, la abracé y al notar un peso muerto en mis brazos, la llevé hasta encontrar un sitio adecuado donde dejarla descansar. Un leve mareo, susto. Se tomó un dulce y escuchamos la música. Pronto empezó a seguir el ritmo con los pies y, de pronto, empezo a bailar. Yo intentaba dejarme llevar pero al seguir sus pasos me perdía, un desastre. Luego en un baile en círculos con toda la plaza me fui animando y al final terminé bailando mejor de lo que pensaba, hasta no lo hice tan mal.
Llegó la noche, sobre la ciudad se cernía la niebla que todo lo envolvía y enmarañaba. Llegué, sin saber muy bien cómo a mi habitación. Estaba todo a oscuras, rocé la puerta con mis manos para cerrarla y, ahhh! Me he pinchado con un trozo de madera suelta, ah, debe ser ese clavo mal clavado. Me tumbé en la cama y…
Al día siguiente tomé el barco río abajo. Me había olvidado de todo. Parecía no saber distinguir los paisajes entre la neblina matinal como difusos eran los pensamientos que rodeaban a Aetalag. Partimos, soltamos amarras. Parecían sueños… algo enterrado en algún lugar recóndito de la memória pero, ah! Recordé que me dolía el dedo cuando toqué un remo. Sí, Aetalag, la dama de la niebla había estado conmigo. Me tumbé y, allí atrás me pareció ver una figura encima del puente blandiendo un pañuelo.
Cuando regresó, empezamos a charlar sin muchas ganas. Los silencios abundaban, la distancia era mucha. Para romper el hielo no sobrepasamos los tres o cuatro temas habituales entre desconocidos. Cuando se conoce a alguien epistolarmente, desde los sentimientos, las profundidades del alma hay un conocimiento ineludible para hacer completa la relación, para seguir avanzando. Sólo cuando se produce el encuentro personal se puede seguir conociendo a la persona sin perderse en una navegación a la deriva. Ya no podía seguir más tiempo ascendiendo por el río sin llegar a SU puente de piedra, sin reunirme con ella. Tarde o temprano teníamos que encontrarnos de verdad. Así fue.
Me sugirió ir a visitar un poco la ciudad. Ese día no escriviría nada, dijo. Me tenía a mi hoy, no se tenía todos los días algo que hacer fuera de pensar en una cuarta dimensión paralela a su realidad. De hecho vivía encerrada en su pasado. Le era una carga afrontar el presente.
La tarde pasó volando. Templos, esculturas, arte romano… Hasta que me llevó a unas danzas cerca del puente, en la plaza, antiguo foro romano. Eran las siete de la tarde cuando sonaron las campanas.
De inmediato le agarré la mano, estaba temblando, la sostuve, la abracé y al notar un peso muerto en mis brazos, la llevé hasta encontrar un sitio adecuado donde dejarla descansar. Un leve mareo, susto. Se tomó un dulce y escuchamos la música. Pronto empezó a seguir el ritmo con los pies y, de pronto, empezo a bailar. Yo intentaba dejarme llevar pero al seguir sus pasos me perdía, un desastre. Luego en un baile en círculos con toda la plaza me fui animando y al final terminé bailando mejor de lo que pensaba, hasta no lo hice tan mal.
Llegó la noche, sobre la ciudad se cernía la niebla que todo lo envolvía y enmarañaba. Llegué, sin saber muy bien cómo a mi habitación. Estaba todo a oscuras, rocé la puerta con mis manos para cerrarla y, ahhh! Me he pinchado con un trozo de madera suelta, ah, debe ser ese clavo mal clavado. Me tumbé en la cama y…
Al día siguiente tomé el barco río abajo. Me había olvidado de todo. Parecía no saber distinguir los paisajes entre la neblina matinal como difusos eran los pensamientos que rodeaban a Aetalag. Partimos, soltamos amarras. Parecían sueños… algo enterrado en algún lugar recóndito de la memória pero, ah! Recordé que me dolía el dedo cuando toqué un remo. Sí, Aetalag, la dama de la niebla había estado conmigo. Me tumbé y, allí atrás me pareció ver una figura encima del puente blandiendo un pañuelo.
1 comentario
AZUL de Blancos -
Seré concisa: me ha maravillado la mujer de la niebla, he sentido lo que ella.
Un besote.