La evolución de la fama
Hace unos meses Antoni Marina, filósofo y profesor de instituto, reflexionaba sobre la fama.
Se preguntaba por qué damos fama a quien no se lo merece y hacía un recorrido histórico de cómo ha evolucionado el perfil del famoso.
Antiguamente quienes recibian honores y reconocimiento públicos eran los héroes de la guerra y las grandes gestas.
Había el concepto de honor y se daba valor a la palabra dada.
Hoy en día somos mentirosos por definición y se trata de demostrar lo contrario.
Sin embargo este modelo del mérito empezó a decaer porqué resultaba ser demasiado tiránico y discriminador.
Se creaban envidias, etiquetas y costaba ser uno mismo sin el miedo al qué diran.
Apareció la libertad personal, la igualdad, la independencia del juicio ajeno.
Poco a poco dejó de tener prestigio hacer las cosas bien (el mérito) para ganar protagonismo la transgresión como forma de liberación.
La coacción o control que ejercía la propia sociedad que marcaba lo que era normal de lo raro, lo correcto de lo que estaba mal, se fue suavizando.
Se sustituyó el control social por el Código Penal.
La fama se relacionaba con el espectáculo de ficción (pintores, actores, bailarines, cantantes).
Sin embargo con la difusión de los medios de comunicación cada vez era más difícil llamar la atención sólo por las noticias positivas (que se dan muy de vez en cuando).
Se generalizó lo de que hablen de ti, aunque sea mal.
Lo que ha cambiado es que en la actualidad existe gran confusión entre realidad e irrealidad, entre la notícia y la ficción.
La realidad muchas veces supera la ficción y el problema es que la fama genera modelos a ser imitados.
Ahora todo el mundo quiere ser famoso sin hacer nada, para no hacer nada.
Y ahí es donde el pedagogo Marina daba su toque de alerta: los jóvenes se reflejan en estos personajes falsos.
Pero nos da tres herramientas para influir silenciosamente en la marcha de la sociedad: a través del voto político eligiendo a nuestros gobernantes y legisladores, a través del voto económico decidiendo qué comprar y qué no comprar y, finalmente, a través del voto de prestigio, dando valor a unas cosas y personas y no a otras.
Se preguntaba por qué damos fama a quien no se lo merece y hacía un recorrido histórico de cómo ha evolucionado el perfil del famoso.
Antiguamente quienes recibian honores y reconocimiento públicos eran los héroes de la guerra y las grandes gestas.
Había el concepto de honor y se daba valor a la palabra dada.
Hoy en día somos mentirosos por definición y se trata de demostrar lo contrario.
Sin embargo este modelo del mérito empezó a decaer porqué resultaba ser demasiado tiránico y discriminador.
Se creaban envidias, etiquetas y costaba ser uno mismo sin el miedo al qué diran.
Apareció la libertad personal, la igualdad, la independencia del juicio ajeno.
Poco a poco dejó de tener prestigio hacer las cosas bien (el mérito) para ganar protagonismo la transgresión como forma de liberación.
La coacción o control que ejercía la propia sociedad que marcaba lo que era normal de lo raro, lo correcto de lo que estaba mal, se fue suavizando.
Se sustituyó el control social por el Código Penal.
La fama se relacionaba con el espectáculo de ficción (pintores, actores, bailarines, cantantes).
Sin embargo con la difusión de los medios de comunicación cada vez era más difícil llamar la atención sólo por las noticias positivas (que se dan muy de vez en cuando).
Se generalizó lo de que hablen de ti, aunque sea mal.
Lo que ha cambiado es que en la actualidad existe gran confusión entre realidad e irrealidad, entre la notícia y la ficción.
La realidad muchas veces supera la ficción y el problema es que la fama genera modelos a ser imitados.
Ahora todo el mundo quiere ser famoso sin hacer nada, para no hacer nada.
Y ahí es donde el pedagogo Marina daba su toque de alerta: los jóvenes se reflejan en estos personajes falsos.
Pero nos da tres herramientas para influir silenciosamente en la marcha de la sociedad: a través del voto político eligiendo a nuestros gobernantes y legisladores, a través del voto económico decidiendo qué comprar y qué no comprar y, finalmente, a través del voto de prestigio, dando valor a unas cosas y personas y no a otras.
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