Miércoles Santo
En volver a Jerusalén la exaltación de los judíos crecía. Alguien proclamaba el fin del mundo, otros la destrucción del Templo, el fin de la dominación romana y la llegada de un reino judío.
Pilatos estaba más ansioso que nunca:
- Con estos soldados que tengo... si tuviese romanos de verdad haría callar Jerusalén agarrándola por el gaznate.
Me instalé a Palacio donde, con alegría mía, encontré Miriam. Se acercaba la fiesta de Pascua y miles de peregrinos llovían por doquier: gente excitable, sino no se habrían tomado la molestia de peregrinar.
La ciudad era llena a más no poder, algunos acampaban a la periferia. Según Pilatos una decena parte se debían a Jesús el Nazareno. Anás y Caifás sabían lo que llevaban entre manos. Miriam dijo:
- Este pescador quizá está loco. Pero si lo está, hay que decir que la tiene muy ingeniosa la locura. Predica la doctrina de los pobres. Amenaza la Ley y también nuestra posición, ya lo sabes tu bien. Hay que aniquilarlo o nos destrozará.
Respondió la mujer de Pilatos:
- ¿No es extraño, viniendo de un simple pescador, tanto poder? Me gustaría ver este hombre tan remarcable.
Y Pilatos:
- Es un visionario, no un político. Hasta recomienda pagar los impuestos a Roma.
Persistió Miriam:
- Es que no lo veis? No es El sino los efectos que provoca los que lo convierten en un revolucionario. Sea como sea es una plaga que hay que erradicar.
- Por lo que he oído - dije yo- no tiene mal corazón. Lo vi curar diez leprosos en Samaria hacia a Jericó. Con estos ojos. Seguí los leprosos para estar seguro y la lepra había desaparecido. Había uno que, sentado al sol, se palpaba el cuerpo y miraba y remiraba su piel suave y no creía lo que veía. No podía hablar ni mirar nada salvo su carne y no me vio ni siquiera llegar. Estaba pasmado.
La mujer de Pilatos estaba azorada y maravillada con el relato.
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