Sábado Santo

La turba no paraba de bramar: -Crucifícalo, crucifícalo!!
Miró de calmar la chusma burlándose de Jesús como un pobre loco inofensivo, después ofreciéndolo en libertad como prisionero para la Pascua. Ordenó flagelarlo con la esperanza de divertir a la gente y apagar su manía. En la tortura vi el poder de Jesús, su encanto terrible. Pese la cruel farsa y el escarnio despiadado, el era rey. Estaba tranquilo observándolo, su paz se me contagiaba. Me encontraba satisfecho, sin sombra de desconcierto.
La lucha de Pilatos continuaba. La exigencia de sangre no se apaciguaba. Probó de negar su jurisdicción: Jesús no era de Jerusalén. Todo el mundo se abalanzó sobre las tropas de los auxiliares, se proclamaba la traición de Pilatos. Pilatos dudaba. Su mirada atemorizada me resbaló por encima pero no fue esto lo que me decidió. Jesús decidió para los dos. Me miró. Me condenó.
Ya sabéis el resto. De la sangre de Jesús, Pilatos se lavó las manos. Ni Tiberio, ni Pilatos, ni los soldados romanos: Lo crucificaron los sacerdotes y políticos de Jerusalén, lo sé. Pilatos le habría salvado, como yo mismo, salvo que Jesús consintió.
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