Sábado Santo
Anás libró Jesús a Caifás y éste a Pilatos. Cuando Pilatos se presentó delante de los que le traían a Jesús cayó encantado de su personalidad. Yo estaba y lo sé. Pilatos lo veía por primera vez. Su rabia había crecido pero así que lo vio se mostró solícito. Declinó las propuestas de los que lo traían y les dijo que procediesen según su ley ya que Jesús era judío y no romano. Ellos chillando dijeron que no tenían poder sobre la vida y la muerte. Pilatos llevó Jesús a la sala del tribunal. ¿Qué le sucedió? No podría decirlo. Sólo se que salió otro Pilatos. Si antes se mostraba reticente a matarlo ahora se negaba a hacerlo por respecto al pescador.
La turba no paraba de bramar: -Crucifícalo, crucifícalo!!
Miró de calmar la chusma burlándose de Jesús como un pobre loco inofensivo, después ofreciéndolo en libertad como prisionero para la Pascua. Ordenó flagelarlo con la esperanza de divertir a la gente y apagar su manía. En la tortura vi el poder de Jesús, su encanto terrible. Pese la cruel farsa y el escarnio despiadado, el era rey. Estaba tranquilo observándolo, su paz se me contagiaba. Me encontraba satisfecho, sin sombra de desconcierto.
La lucha de Pilatos continuaba. La exigencia de sangre no se apaciguaba. Probó de negar su jurisdicción: Jesús no era de Jerusalén. Todo el mundo se abalanzó sobre las tropas de los auxiliares, se proclamaba la traición de Pilatos. Pilatos dudaba. Su mirada atemorizada me resbaló por encima pero no fue esto lo que me decidió. Jesús decidió para los dos. Me miró. Me condenó.
Ya sabéis el resto. De la sangre de Jesús, Pilatos se lavó las manos. Ni Tiberio, ni Pilatos, ni los soldados romanos: Lo crucificaron los sacerdotes y políticos de Jerusalén, lo sé. Pilatos le habría salvado, como yo mismo, salvo que Jesús consintió.
La turba no paraba de bramar: -Crucifícalo, crucifícalo!!
Miró de calmar la chusma burlándose de Jesús como un pobre loco inofensivo, después ofreciéndolo en libertad como prisionero para la Pascua. Ordenó flagelarlo con la esperanza de divertir a la gente y apagar su manía. En la tortura vi el poder de Jesús, su encanto terrible. Pese la cruel farsa y el escarnio despiadado, el era rey. Estaba tranquilo observándolo, su paz se me contagiaba. Me encontraba satisfecho, sin sombra de desconcierto.
La lucha de Pilatos continuaba. La exigencia de sangre no se apaciguaba. Probó de negar su jurisdicción: Jesús no era de Jerusalén. Todo el mundo se abalanzó sobre las tropas de los auxiliares, se proclamaba la traición de Pilatos. Pilatos dudaba. Su mirada atemorizada me resbaló por encima pero no fue esto lo que me decidió. Jesús decidió para los dos. Me miró. Me condenó.
Ya sabéis el resto. De la sangre de Jesús, Pilatos se lavó las manos. Ni Tiberio, ni Pilatos, ni los soldados romanos: Lo crucificaron los sacerdotes y políticos de Jerusalén, lo sé. Pilatos le habría salvado, como yo mismo, salvo que Jesús consintió.
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